Escrito por: Opinión, Víctor Rodríguez-Padilla

El T-MEC no es lo mejor para México y menos en energía


Algunos sectores sociales impulsan la firma del T-MEC como si fuera la cura de la dolorida relación bilateral y algo imprescindible para el crecimiento económico del país. No lo es. Se les olvida que Donald Trump le impuso a nuestro país la renegociación del TLCAN, con una lógica avasalladora, acompañada de amenazas, chantajes y agresiones, tal como ha hecho para imponerle el acuerdo migratorio indigno de hace unos días. También se les olvida que los negociadores mexicanos fueron funcionarios de la pasada administración, colaboracionistas que hicieron suya la agenda que impuso la Casa Blanca y cedieron en casi todo por su vena neocolonial y su pasión por el libre cambio. El equipo de transición del presidente electo revisó el acuerdo “negociado” y propuso algunas modificaciones aceptadas rápidamente por los Estados Unidos, porque no cambiaban la esencia de lo que México ya había consentido.

En el caso de la energía el equipo de transición pidió que en el capítulo ocho se reconociera, primero, el derecho de México a reformar su Constitución y su legislación interna (una obviedad) y, segundo, el dominio y la propiedad pública de los hidrocarburos conforme lo establece el texto constitucional, mutilado por la reforma energética de diciembre de 2013. De ahí que el T-MEC diga lo siguiente: “México tiene el dominio directo y la propiedad inalienable e imprescriptible de todos los hidrocarburos en el subsuelo del territorio nacional…”. Esa limitación –espacial, geológica, técnica y económica–, ha sido la llave maestra para privatizar la producción, pero también para reconocer como un activo financiero de las compañías petroleras las reservas nacionales de petróleo y gas natural, cuando las primeras son titulares de los contratos de exploración extracción adjudicados por la Comisión Nacional de Hidrocarburos –CNH– (107 contratos desde julio de 2015).

Lo grave y peligroso en materia de energía estaba y sigue estando en los capítulos 13, 14, 22 y 28 referentes a contratación pública, inversión, empresas propiedad del estado y practicas regulatorias. Recordemos que antes del inicio de las negociaciones, el Secretario de Energía de los EU, Richard Perry, vino a México en julio de 2017 para apremiar la firma de un pacto en materia energética, idea bien recibida por el presidente Enrique Peña Nieto. En esencia, el acuerdo consistió en incrementar las compras de energía proveniente de ese país, ampliar la infraestructura fronteriza para elevar la capacidad de importación, abrir nuevas oportunidades para la inversión extranjera (estadounidense) y profundizar la integración energética de ambos países. Peña cumplió al pie de la letra, particularmente rápido en el tema de las importaciones petroleras, las cuales crecieron como nunca; a Pemex se le ordenó trabajar a ritmos mínimos para dejar el camino libre a las refinerías estadounidenses.

En paralelo a la visita de Perry, el representante de comercio de los EU, Robert Lighthizer, dio a conocer los objetivos de la renegociación del tratado comercial, a saber: preservar y fortalecer las inversiones estadounidenses ya realizadas; obtener compromisos para facilitar el acceso a los mercados energéticos; garantizar a los inversionistas estadounidenses derechos consistentes con los principios y la práctica jurídica de los EU; promover una mayor compatibilidad regulatoria; disciplinar a las empresa públicas (Pemex y CFE) para que se condujeran apegadas a consideraciones estrictamente comerciales; eliminar los subsidios a las empresas públicas y los que el Estado pudiera dar a través de ellas; garantizar una regulación imparcial para todas empresas, públicas o privadas (lo cual implicaba una “regulación asimétrica” para desarticular las ventajas históricas de Pemex y CFE); permitir a las empresas estatales prestar “servicios públicos”; dar a los tribunales estadounidenses jurisdicción sobre las actividades comerciales de las empresas públicas foráneas; aumentar las oportunidades de las empresas estadounidenses en la compras de gobierno, incluyendo las compras de las empresas públicas, mediante reglas y prácticas similares a las aplicadas en los EU.

Todo eso se plasmó en el T-MEC en los capítulos ya citados. No se reservó nada en materia de energía, sólo se obtuvo la suspensión de algunas disposiciones en circunstancias determinadas. Lo que no prosperó fue el cambio de régimen jurídico de Pemex y CFE para que la propiedad del Estado se ejerciera a través de un paquete de acciones en la bolsa de valores. EU aceptó que el gobierno mexicano otorgara “asistencia no comercial” a la CFE, de igual modo, que ese beneficio se extendiera a Pemex cuando las circunstancias pusieran en riesgo la viabilidad de la empresa pública, pero una vez pasada la contingencia podría eliminarse esa protección (Anexo 22F).

En cambio, EU protegió a sus empresas petroleras cuando están asociadas con Pemex, ya que el capítulo 22 (empresas públicas) no aplica a las entidades de propósito específico, como es el caso de los acuerdos de operación conjunta derivados de los farmouts (cesión de activos petroleros) impulsados por el gobierno de Peña Nieto para transferir al sector privado yacimientos asignados a Pemex. EU protegió también los “contratos de gobierno cubiertos” en petróleo y gas natural (exploración, extracción, refinación, transporte, distribución y venta), así como los contratos en generación de electricidad, otorgados por Pemex, CFE, CNH y Cenagas, los cuales podrán ser sometidos a arbitraje internacional con respaldo del tratado (Anexo 14-E).

Los negociadores mexicanos aceptaron la idea de que Pemex y CFE eran un factor de distorsión en los mercados y que era necesario desarmar, atar y amordazar a las empresas del Estado, para que no les quitaran negocios a las empresas privadas, y no afectaran una pretendida “justa competencia”, inexistente e imposible en la práctica. De ahí la severa regulación establecida en el tratado para transparentarlas, corregirlas y meterlas en cintura.

El tratado regula las actividades de Pemex y CFE para que se constituyan, piensen y actúen como empresas privadas estrictamente comerciales, con la finalidad de no afectar el comercio y las inversiones de los EU, pero sobre todo para que se desnaturalicen y dejen de ser una palanca del Estado. La idea de fondo es que las empresas públicas abandonen su función nacional para que se conviertan en instrumentos de acumulación de capital de las élites extranjeras dominantes. Al abandonar la función nacional en presencia de un Estado débil, como el mexicano, las empresas públicas serían arrastradas rápida e inconteniblemente hacia la vorágine del capitalismo internacional depredador. En lo inmediato el tratado les brinda certidumbre a las empresas estadounidenses de que Pemex y CFE no tendrán privilegios y no serán ni obstáculo ni peligro para ellas.

La documentación oficial señala que México consiguió dar certidumbre a los inversionistas con un marco institucional actualizado y un mecanismo de arbitraje moderno (bit.ly/2N3dwoy). Esa afirmación indigna porque los negociadores mexicanos fundieron en uno solo los intereses de México con los intereses de los EU y sus inversionistas. El objetivo común fue dar certidumbre al capital a costa del Estado mexicano. El capítulo 14 del tratado refuerza los mecanismos de protección a la inversión extranjera, restringiendo y limitando las posibilidades de las autoridades mexicanas para cancelar contratos adjudicados por entidades públicas en el pasado o los que otorguen en el futuro. Las protecciones son más fuertes cuando se trata de “contratos de gobierno cubiertos” en petróleo, gas natural, electricidad, telecomunicaciones, transporte público, caminos, puentes, canales o ferroviarias (Anexo 14-E). Un inversionista de los EU podrá someter a arbitraje una reclamación cuando considere que el gobierno mexicano ha tomado medidas que interfieren con las expectativas de la inversión (Anexo 14-B). El reclamo de la indemnización –al “justo valor” de mercado más intereses–, no sólo sería por el valor de los activos afectados sino por lo que el inversionista piense hubiera podido ganar. El tratado deja abierta la posibilidad de recurrir al arbitraje por acciones regulatorias, aunque éstas no sean discriminatorias y su diseño y aplicación se oriente a proteger objetivos legítimos de bienestar público, en salud, seguridad y medio ambiente, cuando un inversionista considere que se trata de una expropiación indirecta de sus inversiones.

El sitio oficial (bit.ly/2WGdrv7) asegura que el T-MEC “garantiza la independencia y soberanía de México en materia energética”. Lo primero es falso. La independencia energética se perdió con las políticas neoliberales y hoy México es más dependiente que nunca de las importaciones, sobre todo en gasolina, diésel y gas natural (alrededor del 80% viene del extranjero, esencialmente de los EU). Lo segundo es una verdad a medias. La soberanía está en el papel, pero difícilmente se puede ejercer porque innumerables restricciones atan las manos del Estado y la administración carece de voluntad para luchar contra los poderes fácticos.

El T-MEC refuerza el andamiaje jurídico de la apertura, la liberalización y la privatización del sector energético de nuestro país. Muchos elementos de la política energética de Andrés Manuel López Obrador ya no serían posibles si el Senado aprueba el tratado. El gobierno, las empresas y el capital financiero de los EU ya no ven a México como un suministrador seguro y confiable de petróleo, la visión que privó durante décadas, sino como un importador cautivo de energía y una gran oportunidad de negocio. Y en ese esquema no cabe la construcción de refinerías o complejos petroquímicos, ni el fortalecimiento de Pemex y CFE. La intención de fondo de la Casa Blanca es que el sector energético mexicano se organice y regule lo más parecido al de EU para controlarlo a voluntad. El tratado es un instrumento al servicio de los intereses de la industria energética del país vecino. No en balde Trump amenaza con imponer aranceles si México no lo ratifica.

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