El poder suele desviarse por corrupción y pulsiones autoritarias. Por ello, Roberto Martínez se pregunta ¿quién regula al regulador?
Roberto Martínez Espinosa
Socio fundador de Alcius Advisory Group
Oliver Wendell Holmes, uno de los más célebres juristas norteamericanos, integrante de la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos durante el primer tercio del siglo XX, afirmó que “la vida del derecho no ha sido lógica, sino experiencia”. También decía que, si se quiere conocer el derecho es necesario verlo desde la perspectiva del hombre malo. A este, a diferencia de aquel que reconoce y respeta límites a su comportamiento y escucha la voz de su conciencia, “únicamente le preocupan las consecuencias materiales de lo que es capaz de predecir con base en ese conocimiento”.
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De acuerdo con Holmes, la práctica del derecho sería más un ejercicio profético, respecto de las consecuencias de una determinada acción u omisión, que el resultado de inferencias lógicas. Desde esta perspectiva, el Estado de derecho está caracterizado, en forma relevante, por un cierto grado de consistencia y coherencia en la aplicación de las leyes y en la sanción de las conductas a lo largo del tiempo.
Bajo estas condiciones se hace posible predecir las consecuencias de las propias acciones u omisiones y tomar decisiones basadas en ese ejercicio. Esa expectativa legítima, respecto de las consecuencias que podría tener un determinado curso de acción, proporciona una base sólida desde la cual se despliega el actuar humano en sociedad, libre de amenazas y restricciones aleatorias o caprichosas.
Constitucionalismo democrático
El constitucionalismo democrático moderno se ha desarrollado de la mano de la noción de Estado de derecho, en el que no solo los ciudadanos, sino especialmente quienes ejercen funciones de autoridad, se encuentran subordinados a la ley y al derecho. El ciudadano actúa libremente dentro de los límites que el derecho le impone, en tanto que la autoridad lo hace conforme a lo que le está autorizado. De esta manera, el establecimiento de límites al poder permite a los ciudadanos decidir y actuar con base en la predicción de las consecuencias de sus actos.
Las constituciones democráticas están inspiradas por una marcada desconfianza hacia los poderes públicos. Los excesos de los particulares los controla la autoridad, pero ¿Quién controla los de ésta? ¿Quién regula al regulador? El comportamiento humano está siempre sujeto a error o desviaciones producto de causas diversas. Intereses, pasiones, emociones, sesgos cognitivos y este otro fenómeno que algunos especialistas denominan ruido. El poder suele desviarse, además, debido a la corrupción, la ideología, y las pulsiones autoritarias de quienes lo detentan.
Poderes
Por eso, a nivel constitucional, se prevé la división de poderes y una delicada maquinaria de pesos y contrapesos, mediante los cuales se pretende limitar al poder para evitar desviaciones, además de disminuir el riesgo de error y mitigar sus consecuencias. Si ese sistema se debilita y el poder se concentra en exceso, se debilitan con él, el Estado de derecho y el sistema democrático. Con ello, las libertades y derechos humanos se ven amenazados.
Nos topamos de nuevo con la perspectiva del hombre malo, ahora vista desde otro ángulo. El sistema está diseñado bajo ese presupuesto, de tal manera que sea capaz de controlar el arbitrio de los gobernantes, con independencia de la rectitud de sus intenciones, la precisión de sus juicios, o la entereza de su voluntad.
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Ciudadanos quedamos expuestos
La división no opera solo a nivel constitucional entre los tres poderes clásicos (Ejecutivo, Legislativo, y Judicial), sino que el Estado regulador actual ha echado mano de otras divisiones basadas en especialidad material o capacidad técnica, creando órganos autónomos, usualmente colegiados, que mientras acotan a los demás, son limitados por ellos. En la medida en que esas esferas de decisión sean capturadas o debilitadas, para concentrar el poder en una sola, los ciudadanos quedamos más expuestos al abuso y al desvío de poder.
Una de las últimas barreras de protección es el sistema judicial. Cuando las demás se debilitan, los derechos y el orden constitucional mismo pueden ser restablecidos mediante decisiones judiciales, mientras este poder no haya sido socavado o capturado. En nuestro sistema, el juicio de amparo opera como última línea de salvaguardia.
Una autoridad democrática no censura a las personas físicas o morales por acudir al juicio de amparo. Tampoco puede cuestionar la legalidad o licitud de las actividades realizadas bajo la protección temporal o definitiva de los jueces. Se trata, simplemente, del ejercicio de un medio de control para la revisión judicial de leyes y actos de autoridad y el restablecimiento del orden constitucional vulnerado.
Fragilidad del Estado
Si la vida del derecho es fundamentalmente experiencia, como decía Holmes, esta nos muestra la alta frecuencia del exceso, el desvío de poder y la valía del amparo como medio de defensa. Sin medios de control constitucional, nuestro frágil Estado de derecho terminar a en ruinas y los ciudadanos quedar amos por completo a merced del abuso y el capricho de las autoridades.
Con ello, vendría la amarga experiencia del apagón que dejaría a oscuras nuestras capacidades de predicción y decisión de cursos legítimos de acción. Ser a la experiencia del poder que no reconoce los l mites que le impone el derecho. En otras palabras, la conocida experiencia del Estado autoritario y del poder despótico.
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