(Víctor Rodríguez Padilla, UNAM, Coyoacán, Noviembre 2018).
El petróleo y las refinerías han sido tema central en los discursos y declaraciones del candidato, el presidente electo y ahora primer mandatario, Andrés Manuel López Obrador. La declinación de la producción de petróleo crudo, la insuficiente capacidad de refinación, el aumento vertiginoso de las importaciones de combustibles y los gasolinazos han sido utilizados por el flamante presidente no sólo para exhibir el fracaso de la reforma energética de Enrique Peña Nieto sino también para dar legitimidad a los planes, programas y metas del nuevo gobierno. El eje programático de la cuarta transformación de México en su esfera energética gira en torno al aumento de la producción de petróleo que debe pasar de 1.8 a 2.6 millones de barriles por día; construir una nueva refinería y modernizar las existentes; dejar de exportar petróleo crudo para canalizar la producción al mercado interno y dejar de importar combustibles. También incluye elevar la producción de gas natural pero sin recurrir al fracking, mantener constante el precio de los energéticos, aumentar la generación hidroeléctrica, modernizar las centrales de combustóleo aún útiles, así como regresarle a Pemex y CFE el papel central en el desarrollo del sector.
Las empresas especializadas han sido convocadas a unirse al esfuerzo y éstas han respondido al llamado, especialmente aquellas interesadas en el vasto programa de perforación previsto para reactivar la economía regional de las zonas petroleras, asoladas por la contracción de la inversión pública decretada por la pasada administración. Las compañías siempre se adaptan a los nuevos tiempos y a las nuevas circunstancias.
La debilidad técnicas y económicas de algunas propuestas es blanco favorito de los detractores de AMLO, siempre atentos a cualquier palabra o gesto utilizable para denostar al tabasqueño. Con o sin razón se critican los planes del nuevo presidente. Se le reclama que el mayor potencial petrolero no está en tierra sino en la región marina; que el fracking ya se puede utilizar de manera sustentable y que se necesita esa tecnología para reducir la dependencia del gas importado de los Estados Unidos. Con risa burlona se le advierte que no es posible construir una refinería ni eliminar las importaciones en sólo tres años; que el negocio no está en la refinación sino en la extracción; que nada se puede hacer sin inversión extranjera; que el país no puede dejar de exportar petróleo porque se fragilizarían el tipo de cambio, las finanzas públicas y la estabilidad macroeconómica. Los más conservadores le reclaman que está espantando a la inversión privada y que sus propuestas implican más pobreza y mayor migración hacia los Estados Unidos. Los más atrevidos señalan que las propuestas de López Obrador son puras ocurrencias y sus promesas una sarta de mentiras.
Vaya, hasta en el tema de corrupción hay discrepancias. Algunos rechazan la intención de revisar los contratos gubernamentales con el sector privado, señalando la “elevada transparencia” observada en las licitaciones, la incertidumbre que se generaría entre los inversionistas, la pérdida de prestigio de México y, en su caso, el costo de los litigios en cortes internacionales. En el fondo está la idea de que la inversión extranjera ya comprometida es intocable haya o no habido corrupción. “El que nada debe nada teme” no aplica en la comunidad de negocios.
La única coincidencia entre AMLO y sus detractores radica en intensificar el extractivismo. En ese plano las diferencias son de matiz: gas vs petróleo; recurso convencional vs no convencional; actividad terrestres vs costa afuera; aguas someras vs aguas profundas; asignaciones vs contratos; Pemex vs privados, producción vs importación. Debatir sobre la modalidad extractivista es un debate limitado, miope y despistado, que no toca el problema de fondo: el colapso climático, cuya solución necesita respuestas visionarias, inmediatas y contundentes, entre ellas dejar de producir y consumir combustibles fósiles en un proceso planificado.
Para algunos el petróleo es sinónimo de desarrollo per se, como si los recursos fósiles estuvieran libres de contaminación y en nada contribuyera al cambio climático y el calentamiento global. Ni la industria petrolera ni el poder económico quieren abandonar un modelo tan redituable para el capitalismo, basado en la extracción y quema de combustibles fósiles sin resarcir los daños ambientales. Andrés Manuel quiere aumentar la producción por otras razones, concretamente, para reducir las importaciones y obtener recursos frescos que le permitan financiar programas gubernamentales. Esa estrategia, conocida como neoextractivismo, tiene su origen en Sudamérica con gobiernos progresistas en Bolivia, Venezuela, Brasil, Ecuador y Argentina, desde el inicio del siglo.
De ahí resulta que los intereses de AMLO y los impulsores de los combustibles fósiles convergen y garantizan la continuidad de la explotación petrolera. Ambas visiones comparten la idea de que si hay petróleo hay que extraerlo hasta la última gota por ser útil y valioso, que se necesita para vencer el subdesarrollo y que sería una locura renunciar a ese don de la naturaleza. En esa lógica poco importa si el petróleo y los otros combustibles no renovables acaban convertido en gases de efecto invernadero porque la prioridad está en la creación de valor económico y su efecto en el empleo y el producto interno bruto (PIB). En otras palabras, cuando se trata de crecimiento económico el fin justifica los medios, y que viva la fiesta, que se extraiga el petróleo, el gas y el carbón necesarios para crecer. Y si la producción no alcanza para satisfacer las necesidades pues que se importe el faltante, porque la máxima prioridad es el crecimiento del PIB. En los hechos están dispuestos a sacrificar el medio en aras del “progreso”.
Para la élite que gobierna este país es impensable desacelerar la extracción de hidrocarburos. No hay suficiente interés y conciencia para limitar la producción y dejar el resto en el subsuelo. Falta entendimiento, inteligencia y responsabilidad para cambiar de paradigma. Y no se proyecta hacer algo distinto a lo hecho en los últimos 40 años. Al parecer se mantendrá el disparate de utilizar la riqueza petrolera para sostener al gobierno mientras la élite se enriquece tributando pocos impuestos. La caída del precio del petróleo despretrolizó las finanzas públicas pero fue un hecho coyuntural e involuntario, nunca ha desaparecido el gusto, el deseo y la adicción por la renta petrolera. En los próximos años el eje central será nuevamente una política de oferta y dentro de ese ramillete se mantendrá el dominio de los hidrocarburos. Una vez más quedarán en segundo plano las fuentes renovables, la eficiencia energética, las soluciones colectivas, y los patrones de consumo menos contaminantes e intensivos en el uso de recursos incluyendo los medioambientales.
Mucho se habla de la necesidad de transitar hacia un modelo de baja huella de carbono pero la élite económica y política no está dispuesta a hacer lo necesario para conseguirlo. Con esa actitud apática e indolente niega la magnitud de la amenaza para el planeta. El regateo empieza desde el significado mismo de transición. Los promotores de las energías minerales –que bien podríamos llamar los fosilistas– la conciben como el remplazo de combustibles fósiles por otros combustibles fósiles (petróleo por carbón, gas natural por petróleo, hidrocarburos no convencionales por convencionales), derrotero que ayuda a reducir la contaminación, cierto, pero que resulta insuficiente para resolver el problema de fondo.
Otra transición igualmente espuria es la conversión hacia las “energías limpias” cuando éstas últimas incluyen combustibles fósiles, solución adoptada por algunos países –México entre ellos–, para poder cumplir con los compromisos internacionales de reducción de emisiones contaminantes. Con esa solución falsificada lo único que se consigue es justificar y alentar la extracción de carbón, petróleo y gas natural. En el mismo sentido juega la tecnología de captura y secuestro de CO2, solución preferida por el lobby del carbón para dar continuidad y perennidad al negocio extractivo.
Si se quiere contribuir realmente a luchar contra el cambio climático y el calentamiento global se requiere limitar la producción de combustibles fósiles. La cuestión ya no es si se debe o no seguir consumiendo ese tipo de energéticos sino a qué ritmo y en qué cuantía debemos dejar de producirlos. Es el debate importante, ineludible e impostergable que urge realizar en nuestro país. La mala noticia es que nadie con poder de decisión se ha manifestado a favor de limitar la producción de combustibles fósiles para ayudar a prevenir el colapso climático global. La élite económica y política rehúye hablar del tema, prefiere colocar a los hidrocarburos como estrategia de política energética e industrial en lugar de actuar de manera decidida por el lado de las fuentes renovables, la eficiencia y la sobriedad en el consumo de energía.
A la élite y al nuevo gobierno no le ha interesado discutir a fondo la relación entre el crecimiento económico, el consumo de energía y la sostenibilidad. No forman parte de la estrategia el buen vivir, el crecimiento verde y menos el decrecimiento con desarrollo. La estrategia energética tampoco incorpora la dimensión material de la transición, el tránsito a la economía circular (reducir, reutilizar, reciclar y recuperar) que conduce a una reducción neta en el consumo de energía, recursos naturales y desechos. AMLO y sus detractores ha dejado de lado esa discusión porque la estrategia petrolera y los reacomodos institucionales acaparan su atención. Sin embargo, el petróleo no lo es todo y menos cuando se tiene la urgente necesidad de transitar hacia un modelo energético basado en el apoyo a la economía, la inclusión social, la distribución de la riqueza, la resiliencia climática, la solidaridad multidimensional y el bienestar de la población. Producir para el confort de la clase adinerada es suicidio colectivo.
El nuevo equipo de gobierno está enfrascado en resolver problemas urgentes sin visión de largo plazo para el conjunto del sector energético. Está más interesado en la producción y transformación de energía que en dónde, cuándo y cómo se consume. Quizás más tarde logre consolidar una propuesta equilibrada y robusta. Hasta ahora no muestra una firme voluntad para acelerar la transición energética hacia un modelo de producción y consumo sostenible. No faltan acciones emprendedoras, sin embargo aisladas y descoordinadas son poco efectivas para salir de la trampa del petróleo (energia123@hotmail.com).
El petróleo no lo es todo, AMLO y sus detractores: un debate despistado
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