Precios exorbitantes generan pobreza energética, golpean al consumidor, producen inflación, irritan al electorado y desquician a los responsables políticos.
Víctor Rodríguez Padilla
Investigador en Posgrado de la Facultad de Ingeniería (UNAM)
La pandemia de la Covid 19 junto con la Guerra en Ucrania han provocado una crisis energética sin precedentes. Hay que remontarse hasta la década de los años 70 del siglo pasado, hace 50 años, para observar un fenómeno parecido, con fuertes turbulencias que sacuden a los mercados energéticos.
Durante la pandemia disminuyeron las inversiones en la exploración y extracción de minerales energéticos, de tal manera que la oferta de petróleo y gas natural no logró responder al aumento de la demanda de energía a medida que la economía mundial se recuperaba. La afectación en las cadenas de suministro impulsó los precios del petróleo, gas natural, carbón y electricidad.
Aunque el alcance de la crisis es mundial (todos los países deben pagar combustibles más caros), Europa enfrenta una situación particularmente delicada, por interrupción de las exportaciones de crudo y productos refinados de Rusia, causada por las sanciones de occidente a ese país, algunas convertidas en autosanciones que agravan una situación ya de por si complicada.
El precio del gas natural en TTF en Países Bajos (el punto de referencia europeo equivalente a Henry Hub en Texas) ha pasado de un mínimo de 4.6 dls/ mmbtu en 2021 a un máximo 66.8 dls/mmbtu en lo que va de 2022. De ahí que el precio mayorista de la electricidad en el primer trimestre de 2022 haya crecido exorbitantemente con respecto al mismo periodo del año anterior en España y Portugal (+411 %), Grecia (+343 %), Francia (+336 %) e Italia (+318%).
La crisis está redireccionando los flujos de energía: los energéticos rusos van hacia China y el lejano oriente, el petróleo y gas estadounidenses hacia Europa. En medio del caos ocurren hechos insólitos: Alemania está importando madera de los Estados Unidos para generar electricidad, con un balance CO2 muy controvertido.
La crisis obliga a un profundo replanteamiento de la economía y la política de la energía. La gran diferencia con respecto a la crisis de petróleo de aquella época es que en la actualidad el mundo está buscando satisfacer sus necesidades de energía y simultáneamente luchando contra la amenaza climática.
Asegurar el suministro
En esas circunstancias existe una tensión inevitable entre la urgencia de asegurar el suministro de combustibles fósiles y reducir su precio, y el desafío de reducir el consumo de esos productos para abatir las emisiones causantes del calentamiento global y el cambio climático.
El dilema es complejo porque la energía fósil sigue siendo el componente principal de la canasta energética de todos los países. En medio de la crisis los gobiernos se muestran más preocupados en resolver la escasez de combustibles fósiles que en impulsar la transición ecológica.
Es cierto que el precio elevado es un fuerte estímulo para el remplazo de petróleo, gas y carbón por fuentes renovables de energía; sin embargo, si las cotizaciones resultan demasiado elevadas tiene el efecto contrario. Precios exorbitantes generan pobreza energética, golpean al consumidor, producen inflación, irritan al electorado y desquician a los responsables políticos.
La respuesta compulsiva de los gobiernos son subsidios generalizados, reducción de impuestos, limitaciones de precios y hasta medidas para alentar o resucitar la producción de combustibles fósiles.
Para amortiguar la crisis los países europeos están dedicando un porcentaje del PIB que en promedio es de uno por ciento; pero en España y Grecia llega a 4% y en Austria y Francia a 2 por ciento.
El papel de FMI
Las medidas para amortiguar el impacto de la crisis en la ciudadanía enojan al Fondo Monetario Internacional. La ortodoxia exige que el choque de precios se traslade integralmente al consumidor final; como un incentivo para ahorrar energía, remplazar equipos por otros más eficientes y abandonar los combustibles fósiles. El Fondo ataca esas medidas porque, dice, no protegen económicamente a los vulnerables, son fiscalmente costosas, no destruyen la demanda y alargan el periodo inflacionario.
Como los gobierno no le hacen caso, por lo menos en ese tema, recomienda focalizar los subsidios y darles un carácter temporal; concentrando el esfuerzo en los hogares de menores ingresos; porque son los que dedican más parte de su presupuesto a pagar la factura de gas y electricidad.
Lo que el Fondo calla es que la mayoría los consumidores no tiene recursos para ahorrar, ser más eficientes y comprar un carro eléctrico. Tampoco dice que la crisis es una gigantesca bomba que succiona dinero de los ciudadanos hacia las empresas de energía; enriquecidas a más no poder en los últimos meses.
Hacer que la sociedad soporte todo el peso de la crisis no sólo es injusto e inmoral; también genera opiniones contrarias a las energías alternativas por haber contribuido a encarecer los energéticos. El año pasado el uso de las energías renovables polarizó el debate electoral en Alemania. Y eso no es bueno para la transición de baja huella de carbono.