La democracia está basada en la idea del poder de decisión autónomo de una sociedad plural; esto como expresión de su dignidad personal
Roberto Martínez Espinosa
Socio fundador de Alcius Advisory Group
Una de las simplificaciones más peligrosas de la noción de democracia es aquella que la reduce a la regla por la cual las mayorías imponen su voluntad sobre el parecer de las minorías. Se trata aquí, ciertamente, de una de las nociones fundamentales de los sistemas democráticos. Sin embargo, entendida en términos absolutos tiene un alto potencial de demolición sobre la democracia misma. De allí que Ernesto Garzón Valdés haya catalogado a la democracia como una institución suicida, precisamente por su poder de autodestrucción.
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La democracia está basada en la idea del poder de decisión autónomo de cada uno de los miembros de una sociedad plural; esto como expresión de su dignidad personal. Al agregarse las voluntades individuales a través de mecanismos democráticos como el voto se toman decisiones colectivas basadas en la voluntad mayoritaria. Una de esas decisiones, propia de las democracias representativas, es la elección de gobernantes y representantes populares; a ellos se encomiendan las tareas de gobierno y se faculta para tomar decisiones.
El poder de quienes son electos
Justo aquí radica uno de los componentes potencialmente autodestructivos de la democracia: el poder de quienes resultan electos. Una vez elegidos, no es extraño que algunos se vean a sí mismos mágicamente transmutados por el voto en la encarnación de la nación, del pueblo, del Estado, de la soberanía o de todos ellos juntos. De allí cierta tendencia a imaginar que el derecho es la expresión de su voluntad personal y que cualquier tentativa de sujetar su actuación al derecho es una limitación indebida de su poder soberano. Esta manera de entender la representación popular ha derivado incluso en versiones patológicas tan extremas y criminales como el nazismo alemán o el estalinismo soviético, capaces de aniquilar progresivamente toda viabilidad democrática.
Para mitigar el potencial autodestructivo de una democracia es necesario imponer límites ciertos y efectivos al poder de decisión de las mayorías y particularmente al de quienes han resultado mayoritariamente electos. Pensadores como Norberto Bobbio, Garzón Valdés y Luigi Ferrajoli han insistido reiteradamente en la necesidad de establecer esa clase de límites, para proteger no solo la dignidad y derechos de las minorías, sino también los de los propios integrantes de la mayoría. De otra manera, la autonomía personal y su expresión efectiva y auténtica en la conformación de nuevas mayorías podría terminar aplastada bajo el poder construido mediante decisiones mayoritarias previas.
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En este contexto, nociones como “territorio inviolable” (Bobbio), “coto vedado” (Garzón), y “esfera de lo indecidible” (Ferrajoli), con sus diferencias y matices, coinciden en la existencia de un núcleo sustancial de derechos y principios que no está a disposición de las mayorías, de manera que no está sujeto ni condicionado a la voluntad de estas ni mucho menos a la de quienes ellas han elegido. Una de las funciones del constitucionalismo moderno es establecer esos límites.
Democracia y autoritarismo
Los derechos fundamentales, el deber de los poderes públicos de someterse a la ley y al derecho, la prohibición de su ejercicio arbitrario, la división de poderes y el debido proceso son limitaciones impuestas al poder de las mayorías en los sistemas democráticos. En la medida en que el coto vedado no queda suficientemente protegido por la constitución, o es vulnerado o diluido, las tendencias suicidas de la democracia se activan en dirección autoritaria.
El suicidio democrático no suele ocurrir de la noche a la mañana. Los autócratas se cuidan muy bien de mover las fronteras del coto vedado de manera paulatina. Saben que la tolerancia al abuso autoritario suele ser limitada, pero también elástica. Una vez que se normalizan ciertas formas de ejercicio abusivo del poder se exploran otras nuevas, de manera sucesiva; hasta que lo antes intolerable es tolerado, el coto vedado se desvanece y el sistema democrático se auto aniquila.
Tomemos el caso de las libertades de expresión y de prensa como expresiones de la dignidad humana vitales para cualquier democracia. Se trata de libertades particularmente incómodas para el poder autoritario al que con frecuencia denuncian y exhiben. Por lo mismo requieren un elevado nivel de protección.
Repertorio del abuso de poder es vasto
El repertorio del abuso de poder es vasto e incluye la respuesta agresiva, burlona o condescendiente, la reconvención verbal y pública, la opacidad y ocultamiento de información, la difamación, las diversas formas de censura o intimidación, la calumnia, las campañas de desprestigio, la filtración o exposición pública de información personal, la privación de los medios de financiamiento o subsistencia, la amenaza explícita o implícita, la clausura, la prisión y el asesinato.
No es inusual que quien detenta el poder público argumente su propia libertad de expresión para justificar el abuso de poder mediante el exceso verbal. Sin embargo, quienes ejercen funciones públicas adquieren una serie de responsabilidades y deberes que limitan su propia esfera personal de derechos.
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El abuso verbal del poder público contra quien ejerce las libertades de expresión y de prensa suele ser el primer paso; busca intimidar, silenciar y eludir el escrutinio democrático. La tolerancia y normalización de sus manifestaciones más sutiles escala fácilmente a otras más escandalosas y graves. Una vez que quien se atreve a expresarse se somete al escarnio y al desprestigio queda a merced del poderoso y sirve de escarmiento a otros. De allí que en una democracia medianamente saludable ninguna forma de abuso de poder sea tolerable, por más insignificante que pudiera parecer.