Ana Paulina García Agustín
Presidenta de AMEXME Guadalajara
Estudié ingeniería industrial con la ilusión de optimizar procesos de manufactura. Sin embargo, mi trayectoria me llevó primero por áreas de servicio al cliente, ventas y finanzas. Hoy, en el sector eléctrico donde me desempeño, confirmo algo que he visto en cada ámbito: una empresa solo puede generar riqueza si su operación es predecible. Y la predictibilidad no surge por azar, sino de la optimización sistemática de los procesos productivos.
En ocasiones escucho afirmaciones como: “la IA reemplazará a todos los operadores de manufactura” o “los jóvenes ya no quieren ser obreros”. Yo pienso distinto: siempre habrá perfiles diversos y espacio para el ingenio humano. La adaptabilidad, la experiencia y las habilidades manuales siguen siendo clave en procesos de alta mezcla y bajo volumen. La automatización es una aliada, pero no sustituye del todo a las personas.
Cuando hablamos de manufactura, solemos pensar en tecnología de punta o robots de precisión. Pero ninguna inversión tiene sentido si no existe una lógica económica sólida: no se trata de producir más, sino de hacerlo de manera estable, repetible y con costos controlados. Ahí radica la verdadera optimización.
Desde la perspectiva financiera, la variabilidad operativa se traduce en incertidumbre. Una línea que hoy entrega mil piezas y mañana ochocientas no solo complica la planeación de ventas y la satisfacción del cliente; también deteriora los márgenes al generar costos de ajustes, horas extra o reprocesos. n proceso predecible se convierte en un activo económico: genera confianza en clientes, proveedores e inversionistas.
En servicio al cliente aprendí que las promesas incumplidas desgastan relaciones. En manufactura pasa lo mismo: si una empresa no asegura tiempos, calidad y precios estables, perderá fidelidad. Los clientes terminan migrando a proveedores que ofrecen certidumbre. Por eso, la optimización no es solo técnica: es estratégica para relaciones de largo plazo.
En ventas entendí que un cliente no compra solo un producto, sino la seguridad de que estará disponible cuando lo requiera, con las especificaciones acordadas y garantizado. Esa confianza se construye sobre procesos productivos que reducen la variabilidad al mínimo. La optimización es, entonces, un factor directo de valor en el mercado.
Ahora bien, la optimización no puede desligarse de la sana rivalidad entre ventas, operaciones y finanzas. He visto cómo estas áreas parecen competir: ventas exige cumplir promesas al cliente, operaciones se ajusta a tiempos y capacidades, y finanzas vigila presupuestos, mano de obra y eliminación de desperdicios, incluida la merma. Aunque genera tensión, esta dinámica crea un equilibrio natural en la empresa. Sin ventas no hay ingresos, sin operaciones no hay producto y sin finanzas no hay viabilidad económica. Cuando una de estas áreas pesa más que las otras, el sistema se desequilibra y la riqueza se pone en riesgo.
Las áreas operativas suelen no comprender esta interdependencia y sienten presión ante la necesidad de responder tanto a clientes como a finanzas y operaciones. Pero esa presión es necesaria: obliga a elevar estándares, a buscar soluciones creativas y a trabajar de manera integrada. La optimización no es producto de un departamento aislado, sino del diálogo constante entre estas tres fuerzas.
Optimizar no significa recortar costos a ciegas. Es entender el proceso como un sistema integral, identificar desperdicios, controlar variaciones y estandarizar para volver la planta un mecanismo confiable de creación de valor. La predictibilidad operativa no es solo un ideal de ingeniería: es la base que habilita la rentabilidad sostenida.
Por eso sostengo que la optimización tiene una raíz económica innegable. Ninguna empresa puede generar riqueza si su proceso no es estable, medible y confiable. Innovación, talento humano y tecnología son esenciales, pero deben alinearse en torno a un principio rector: cumplir lo que se promete, en el tiempo y con los recursos previstos. Solo así la capacidad productiva se transforma en valor y riqueza real para todos aquellos a quienes impacta: clientes, colaboradores, sociedad, medio ambiente e inversionistas.
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