Se requiere un desarrollo simultáneo en lo económico, social, ambiental e institucional, basado en el progreso técnico, el movimiento social, la responsabilidad corporativa y la cooperación internacional (SEGUNA PARTE)
Víctor Rodríguez Padilla
Investigador en Posgrado de la Facultad de Ingeniería (UNAM)
Cómo articular una política de Estado para acelerar la transición energética? Antes de explorar diferentes cursos de acción conviene señalar que la transición va más allá de reemplazar ¿ combustibles fósiles por energías de baja huella de carbono. Se requiere un cambio de paradigma, una transformación integral de la oferta y la demanda, que involucre no solo la producción y las cadenas de suministro, sino también la movilidad y la urbanización, la manufactura y la alimentación, la eficiencia y la racionalidad en el consumo.
La transición es la oportunidad de acabar con la pobreza y la desigualdad energéticas.
Se requiere un desarrollo simultáneo en lo económico, social, ambiental e institucional, basado en el progreso técnico, el movimiento social, la responsabilidad corporativa y la cooperación internacional.
Esa nueva perspectiva deberá traer justicia para las poblaciones afectadas por los proyectos energéticos. Aunque éstos benefician al país como un todo, suelen ser lesivos localmente. La transición implica respetar la vida productiva, social y cultural de las comunidades, pero también compartir la riqueza creada, reparar daños y cesar toda forma de engaño, hostigamiento y violencia, modus operandi de empresas ávidas de ganancias y poco respetuosas de los derechos de personas, pueblos y comunidades. Además de la justicia, la transición brinda la oportunidad para detonar procesos productivos con base en la generación distribuida comunitaria apoyada en las fuentes locales de energía renovable
Aunque el cambio de paradigma es necesario y urgente, no hay que precipitarse.
El proceso debe ser ordenado, apegado a la legalidad y respetuoso de valores y principios fundamentales. En todo momento se debe garantizar la seguridad energética, es decir, la continuidad, suficiencia y asequibilidad del suministro de energía. Esa garantía debe estar acompañada de una baja exposición al riesgo de desabasto o precios excesivos. Europa vive la peor crisis energética de su historia debido, entre otros factores, a una transición reconocida por su voluntarismo, pero descuidada, descoordinada y riesgosa. Los mexicanos no podemos cometer el mismo error.
Por una parte, la transición debe salvaguardar la soberanía energética y el interés nacional, dos conceptos relativos al Estado y la Nación, a partir de los cuales se genera, justifica y aplica la política energética. El Estado debe proteger a la comunidad social y atender sus necesidades y aspiraciones, cubrir fallas de mercado e intervenir en decisiones
estratégicas para el país, sobre todo en presencia de compañías energéticas con fuerte respaldo de gobiernos extranjeros. La transición no debe dejarse a las fuerzas del mercado, por el contrario, debe ser promovida, alentada y coordinada por el Estado.
Por otra parte, la sostenibilidad no es una opción, es un principio categórico y una guía para la acción.
Estamos obligados a establecer una relación distinta con la naturaleza, una nueva manera de aprovechar los recursos naturales, preservar los ecosistemas, respetar otras formas de vida, así como sanar y cuidar al planeta, nuestro hogar, el único que tenemos.
Por lo demás, la transición energética debe contribuir al logro de los objetivos del desarrollo sostenible de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas, particularmente en materia de energía asequible y no contaminante, acceso de todos a la electricidad, eficiencia energética y uso de fuentes renovables de energía. También se espera una contribución significativa al desarrollo territorial y al fortalecimiento de la cohesión social.
Lograr lo que queremos no será fácil. La transición enfrenta resistencias tanto del lado de la oferta como de la demanda. Uno de los principales escollos es la idea de que México debe seguir extrayendo petróleo hasta la última gota, por su valor y contribución al desarrollo. Los argumentos utilizados para sostener esa tesis son conocidos:
El petróleo genera empleos e importantes recursos públicos que difícilmente pueden ser reemplazados, no es posible despetrolizar la economía de la noche a la mañana.
La demanda de combustibles fósiles vendrá a menos, cierto, pero no desaparecerá, ya que carbón, petróleo y gas natural tienen importantes usos industriales.
Aunque la demanda vaya cayendo por la penetración de las energías alternativas, se necesita asegurar en todo momento el abastecimiento de las energías tradicionales.
El problema de las emisiones se resuelve creando suficientes sumideros de carbono hasta conseguir la neutralidad.
El problema climático deben resolverlo aquellos que calentaron el planeta, nuestro país apenas participa con el 1.2% a las emisiones de GEI y no tiene por qué sacrificarse; los que deben actuar son los grandes emisores que siguen evadiendo su responsabilidad.
En esa lógica, ampliamente debatible, no habría razón para detener la extracción de petróleo y gas natural; ni para desaprovechar los hidrocarburos no convencionales y el uso de técnicas de fracking. Más allá de ese debate, la urgencia de financiar programas sociales es un poderoso motor que impulsa a los gobiernos al extractivismo petrolero. De ahí que la decisión debe pasar a otro nivel.
En el marco de la transición energética; la nación deberá responder a la pregunta básica: ¿qué hacer con el petróleo que aún queda en el subsuelo? ¿Dar continuidad a la lógica de extraer hasta la última gota? ¿Frenar radicalmente las inversiones? ¿Producir solo para cubrir la declinante demanda interna? Lo ideal sería organizar un referéndum para tomar una decisión, como hicieron Suecia y Alemania con la energía nuclear.